La muerte, supone la desaparición de la persona en cuanto a persona, con sus atributos y cualidades, cesando -como dice DELGADO ECHEVERRÍA- de ser centro de poder y de responsabilidad; se extinguen los derechos y relaciones personalísimos (esto es, aquellos derechos que son inherentes a las personas y no pueden ser transmitidos; por ejemplo, el derecho al honor) o vitalicios que le correspondían; y se abre la sucesión en los restantes, transformándose el patrimonio en herencia y el cuerpo de la persona en una cosa: el cadáver.
El cadáver, como ya dijimos en otra entrada, es una cosa, aunque sujeta a un régimen jurídico peculiar (en el cadáver se ha de respetar la dignidad del ser humano fallecido, por ello no se puede comercializar con él ni con partes del mismo). La voluntad conocida del propio difunto debe respetarse (ser inhumado o incinerado, el lugar de la sepultura, el destino de las cenizas, donación de órganos…).
Pero la muerte no siempre supone el final en el mundo jurídico. Hay que dar destino al patrimonio del difunto, conforme a su voluntad, se sigue también protegiendo su honor, su intimidad y su propia imagen, igual que sus derechos morales de autor; incluso puede reconocerse a un hijo/a.