La falta de madurez y competencia de los niños y de las niñas inherentes a las limitaciones propias de la edad, la ausencia de recursos con los que cuentan para solventar situaciones desfavorables en las que pueden verse inmersos, los sitúan, en no pocas ocasiones, en una posición de especial vulnerabilidad, que constituye campo abonado para sufrir abusos, maltratos y lesiones en sus derechos fundamentales, o, incluso, para ser instrumentalizados, en su perjuicio, en los conflictos intersubjetivos entre adultos, dentro de los cuales alcanzan especial significación aquellos en los que se encuentran inmersos sus progenitores.
Entre otros, el derecho de familia trata de preservar a los menores a la exposición de situaciones de riesgo cara a una deseada inserción futura en el mundo de los adultos, sin repercusiones peyorativas provenientes de las situaciones vividas. Todo ello sin perder además la perspectiva de que los niños y las niñas son titulares de derechos, no simples personas objeto de protección jurídica, y, como tales, indiscutibles beneficiarios de todos
los derechos humanos.
La infancia es un periodo decisivo del desarrollo de las personas, que debe ser protegido para evitar eventuales perjuicios en la integración posterior en el mundo de los adultos, de manera tal que sucesos vividos no se proyecten negativamente sobre quien los experimente, incluso mediante el padecimiento de trastornos psicológicos por traumas sufridos. Consecuentemente, el beneficio de los menores exige apartarlos de situaciones de riesgo, brindarles frente a ellas, con la finalidad de preservar ese interés superior que cuenta con raíces en el mandato de rango constitucional, dirigido a los poderes públicos, de asegurar la protección integral de los hijos, así como, en general, de los niños y de las niñas según las previsiones de los acuerdos internacionales que garantizan sus derechos ( art. 39.2 y 4 de la Constitución)
Es indiscutible que los padres son decisivos para el desarrollo de la personalidad de sus hijos, al formar parte de su núcleo afectivo y de dependencia. El rol de aquellos es trascendente en el desenvolvimiento futuro de sus hijos, transmitiéndoles señales de
aceptación o de rechazo, inculcándoles valores éticos, propiciando su socialización y, en definitiva, el desarrollo de su personalidad. La existencia de positivas interacciones entre padres e hijos es decisiva en el desarrollo ulterior de los menores. O, dicho de otra forma, la dinámica familiar no discurre ajena a los hijos, sino que mueve los cimientos de su desarrollo.
A un niño o a una niña, que disfruta de lazos afectivos y de apego seguro con sus progenitores, no se le puede privar del contacto y comunicación con ellos, lo que se configura como un derecho del menor, una de cuyas plurales manifestaciones normativas se encuentra en el art. 24.3 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, cuando proclama que: Todo niño tiene derecho a mantener de forma periódica relaciones personales y contactos directos con su padre y con su madre, salvo si ello es contrario a sus intereses.
Ahora bien, existen situaciones en las que el interés superior del menor exige la suspensión del régimen de visitas y comunicación de los progenitores con sus hijos. Estas situaciones las contempla expresamente el art. 94 III del CC cuando norma que la autoridad judicial podrá limitar o suspender el régimen de visitas «si se dieran circunstancias relevantes que así lo aconsejen o se incumplieran grave o reiteradamente los deberes impuestos por la resolución judicial», sin perjuicio, además, de las prevenciones específicas que establece su
párrafo IV.
En efecto, pueden concurrir elementos que justifiquen la limitación de tal régimen de comunicación o su suspensión, en tanto en cuanto resulte perjudicial para el interés superior de los menores, pues las medidas que deben adoptarse al respecto «son las que resulten más favorables para el desarrollo físico, intelectivo e integración social del menor». Por ello el juez o tribunal podrá suspender el régimen de visitas del menor con el progenitor condenado por delito de maltrato con su cónyuge o pareja y/o por delito de maltrato con el menor o con otro de los hijos, valorando los factores de riesgo existentes.